El miedo es la emoción básica del ego –opuesta al Amor, la emoción de Dios: las demás emociones se derivan de ellas. El Amor nos hace libres. El miedo nos sume en abismos. Una es real y su hogar es el Reino de los Cielos (que late en cada ser del Universo). La otra: tan irreal como nuestras más sombrías pesadillas.
Solemos padecer de irrealidad. Uno de nuestros primeros aprendizajes es el temor a Dios, Padre-Madre de todo lo creado; luego, aprendemos temerles a nuestros padres terrenales; es de lo más normal que terminemos temiéndonos a nosotros mismos.
Nos da pánico saber quiénes somos en realidad. De allí se derivan paralizantes pensamientos: nos atemoriza hacer cosas equivocadas; recelamos de lo que el vecino, pareja o maleante de turno nos puedan hacer; tememos fracasar; nos amedrentan nuestros propios pensamientos (cuántos de ellos inconfesables); nos intimidan nuestros propios sueños y fantasías; nos da miedo que nuestros deseos se cumplan –y también que no se cumplan; nos aterroriza desarrollar nuestro propio poder personal –razón que nos impulsa a cedérselo a terceros (gurúes, políticos, jefes, amantes, parientes, adivinos).
Tememos el lado oscuro de nosotros mismos, esa región de nuestra psique llamada "inconsciente". Tememos el lado oscuro del "otro". Nos acobarda estar solos –también estar acompañados. Hasta nos asusta nuestra propia sombra proyectada por el farol de una solitaria calle nocturna.
Los adictos al telediario acumulamos múltiples miedos: nos achicopalan cosas tan variadas como el calentamiento global, las declaraciones del presidente en ejercicio, las predicciones del horóscopo, las epidemias y crisis bursátiles que cunden en países distantes; nos amilanan las subidas y bajadas de los precios petroleros, la derrota de nuestro equipo en el clásico del domingo y la inminente separación de nuestro grupo musical favorito.
Sufrimos miedos muy específicos: aterra saber que alimentos y vajillas son frecuentados por los insectos que habitan en nuestras alacenas; nos espanta la invisibilidad de los virus; nos espeluzna ser tocados por gente de color diferente; ¿estaba enferma la persona que nos precedió en el retrete del baño público?; pone la carne de gallina el sospechar que la taza de café en la que acabamos de posar nuestros labios no ha sido lavada en la cocina del bar.
Albergamos –incluso- miedos cósmicos: ¿cuánto falta para que vuelva a caer sobre el planeta un meteorito como el que extinguió a los dinosaurios? ¿Serán amigables u hostiles los alienígenas? Admito que mi hijito Juan Rodrigo y yo sentimos horror al enteramos, por History Channel, que La Vía Láctea y la galaxia de Andrómeda ¡chocarán dentro de cinco mil millones de años!
Nos aterra el paso del tiempo; nos horroriza el progresivo deterioro de nuestros cuerpos; nos estremecen las muertes de los seres queridos.
Le tememos a los fantasmas del pasado y del futuro.
Le tememos al éxito, al fracaso, a las novedades, a las rutinas, a los perros, a los gatos, a engordar, a no gustarle a los demás, a perder el empleo, a quedarnos calvos, a la intimidad, al sexo, a ser o no ser amados, al Amor…
Incluso, le tenemos miedo al miedo.
Le tememos, en general, al proceso de la Vida. Y por supuesto, le tememos al sueño que llamamos muerte.
Cada miedo es una barrera que nos impide experimentar el Amor.
Cada miedo es una defensa que erigimos para bloquear nuestra entrada a ese Reino de los Cielos que prospera justo dentro de nosotros mismos. Sin embargo, cada miedo es tan irreal como el ego que lo imaginó.
Por eso, afable lector o lectora, ten fe (¡mucha fe!): porque en medio del miedo, late aún la verdadera esencia el Amor.